Alejandro Sinibaldi y el fracaso de la política
A lo largo de más de dos décadas, las derechas guatemaltecas han estado afanadas en localizar el gobernante que les deje ahondar aún más las políticas neoliberales que se impusieron en el reinado de Álvaro Arzú.
Otto Pérez fue su ideal. Lo protegieron y financiaron de tal forma que lo transformaron en el peor de los presidentes de la breve época blog post militarista de nuestra historia. Era militar, mas ya no de los golpistas, se decían. Era un hábil político, aseveraban, que combinaba dureza con los críticos y amables tratos con los empresarios. No obstante, como todo pequeño mimado, no solo no hizo lo que le solicitaron (liberar aún más la economía), sino deseó montar su imperio económico. Fue, valga la comparación, un Carlos Mentira Osorio más sofisticado y refinado.
Mas, desde la creación del Partido Patriota en dos mil uno, las derechas procuraron asimismo edificar a su príncipe civil. Alejandro Sinibaldi era el personaje conveniente, puesto que procedía de noble cuna, era hábil practicante de todas las mañas que el empresariado chapín maneja y, augura, de llegar al poder no saldría corriendo como su antepasado, quien fuera conocido como Flor de un Día por su efímera presidencia de menos de una semana (del dos al cinco de abril de 1885).
Sin embargo, como ha quedado en suma evidencia en las últimas semanas, la corrupción no es algo que incomode a las derechas criollas, mucho menos que las asquee. A la inversa, ha sido la forma abierta y pública de enriquecimiento de nuevos y viejos ricos. Ya sea porque se produjeron en la adquisición gratis o prácticamente gratuita de tierras públicas, porque se les permitió la explotación de fuerza de trabajo indígena y mestiza sin mayor control, porque se los exime de toda carga fiscal, pues se les dio en exclusiva la prestación de servicios pagándoles mucho más de lo debido o simplemente pues se los dejo apropiarse de los recursos públicos, prácticamente todas las fortunas locales siembran sus raíces en los recursos públicos.
Por lo denunciado hasta ahora, Alejandro Sinibaldi jugó en casi todas esas bandas a sabiendas de sus asociados, amigos y financistas. No fue el único: todos sus allegados y no tan próximos cojean de las mismas patas. No es extraño, por ende, que el presente presidente considere que la corrupción es una cosa tan normal en el país que su hijo no merece ser sancionado por practicarla.
Lamentablemente, Alejandro Sinibaldi no es la excepción, como tampoco lo es el inmenso grupo de políticos y empresarios ahora tras las rejas o en fuga. La Guatemala criolla se ha fundado en el uso privado e ilegítimo de los recursos públicos y es hasta ahora cuando, con ayuda de algunos abogados sinceros y con el apoyo internacional, comenzamos a conseguir que la corrupción no solo sea perseguida, sino sobre todo sancionada.
La corrupción es la consecuencia lógica del uso personalista del poder, de considerarse dueño del cargo, y no al servicio de los ciudadanos. También es producto de las formas hipócritas de actuar, negando públicamente lo que en privado se estimula y fomenta. Es, al final de cuentas, la más clara expresión de la ausencia de democracia.
Sinibaldi consolidó su corrupto control de los recursos públicos a lo largo del gobierno de la GANA, cuando las derechas se creían unidas y dueñas de las voluntades e ideas de todo el país. Sin pensarlo dos veces, él y sus secuaces se lanzaron insaciables a supervisar los recursos públicos, y todo semeja señalar que lo prosiguieron haciendo durante el gobierno de la UNE, para coronar sus ambiciones a lo largo del nefasto régimen patriota. No estaba solo. Archila y sus allegados, por ejemplo, también formaron parte de ese grupo de aprovechadores del erario público en beneficio personal.
Queda claro ahora que la supuesta disputa entre Baldetti y Sinibaldi no era por cuotas de poder para impulsar algún género de políticas, sino por apropiarse de una mayor porción de los bienes públicos. Cada uno tenía su grupo de cómplices y testaferros, y evidentemente los dos reportaban a quien controlaba y dirigía la más insaciable de las corrupciones de las que se tiene memoria.
Las derechas guatemaltecas tendrán que reconstruirse y recomponerse. Deberán comprender, sobre todo, que el poder público no es para su enriquecimiento personal ni el de sus allegados. Si desean salvarse así como el país, las derechas chapinas deberán sufrir un reordenamiento democrático profundo y renunciar a su pasado déspota y patrimonialista. Sin democracia no hay regímenes apegados al derecho, y sin ello las derechas no van a poder siquiera impulsar efectivamente su proyecto de clase. Los grupos políticos que desde siempre y en todo momento han protegido los intereses de los poderosos por considerarse parte de ellos van a deber comprender que la corrupción, síntoma de los regímenes oligárquicos, ya no es posible de mantener si se quiere avanzar, por lo menos en el desarrollo y la consolidación del capitalismo.
Guatemala no puede sobrevivir si los que entienden o apoyan las prácticas oligárquicas no se cuestionan y, de una vez por siempre, se transforman en burgueses, es decir, en capitalistas capaces de invertir y correr peligros sin precisar depender del subsidio ilegal e ilegítimo del Estado.